miércoles, 17 de noviembre de 2010

COMO EN LAS PELÍCULAS

Fue como sucede en las películas.

La cuestión es que caminaba sin rumbo por el centro de la ciudad. Caminaba despacio intentado disfrutar de cualquier estímulo para que interrumpiera el pensar y acallara esa voz que le recordaba lo estúpido que había sido. Quería silenciarla porque era cierta y en verdad duele saberse estúpido. Resulta que tenía una entrada para un concierto, un concierto de un tipo al que seguía desde hacía años, pero a quien nunca había podido escuchar en directo. Y debido a una cadena de negligencias y despistes se había extraviado en el metro y se había pasado de largo la hora de comienzo y se había cabreado consigo mismo y se había castigado con no asistir.

Así que caminaba sin rumbo por la calle intentando disfrutar de cualquier estímulo que permitiera acallar aquella voz.

Por una cuesta de calles comerciales, unos pocos músicos callejeros se esparcían cada centena de pasos. Eran unos pocos músicos, también con pocos transeúntes. Él se fijaba en cada uno: la música es buen ungüento para calmar, la gente que camina es buena para distraer.

Antes de verlo, ya lo oía. Eran unas notas pausadas, de viola o de bajo o de violonchelo. Decidió parar y escuchar un rato, aunque no hubiera nadie más que él en torno al músico. El hombre que tocaba era un chelista viejo. No, viejo no, gastado, triste. Tocaba una canción triste cuando él se detuvo. Se situó a un lado, donde menos pudiera verse. Mientras, el hombre tocaba la canción dejando sonar las notas. Esperó a que terminara y le echó lo que llevaba en el bolsillo. Poca cosa. Le felicitó también. Con cualquier palabra, sentía que debía decirle algo. El hombre asintió, estaba agradecido. Siguió tocando, otra vez una canción triste. Pero era hermosa. Terminaban las frases con esa nota que pide el oído, durante un largo rato.

Y siguió tocando.

A veces algunos caminantes se paraban. A él le distrían pensando que en parte era gracias a que había empezado el corro, a que había roto el hielo. Algunos se paraban y le echaban monedas. Alguna chica guapa. Él sonreía, se decía para sus adentros que quién sabe, tal vez podría cruzarse alguna mujer afín y verle y pensar que era el hombre más romántico del mundo, un melómano solitario enamorado de la música de acera. Y entonces ella se enamoraba perdidamente de él y comenzaban a hablar y puede que fueran a por un café y se abrazaran y ella le mirara con los ojos muy abiertos mientras él le hacía reír. Deseaba que así sucediese, fantaseaba con esa situación. Se distraía.

Pero duraban poco los otros espectadores. Es verdad que ahora el viejo intentaba tocar algo más alegre, también más conocido. Era esa de Bach, número algo. O puede que de algún otro. Daba igual, esa música no tenía alma. Parecían puros ejercicios. El hombre digitaba rápido, movía bien el arco. Pero él se distraía. Pensaba en cualquier cosa y en él. Pensaba mucho en sí mismo, en sus miedos, en qué hacía ahí parado en la calle, en cómo afectaría al resto de transeúntes, en cómo le afectaban a él. Se distraía.

Estaba contento. Melancólico, pero contento. Hacía ya más de una hora que se había reconocido imbécil por haberse perdido en el metro. Y el concierto por consecuencia. Pero ahora percibía que podía quitarse la espina con el chelo. Con el instrumento desnudo, sin adornos ni aliños, con el intérprete sentado a sólo un metro, todo más natural, más auténtico. Resolvió que le daría diez euros cuando marchara en concepto de entrada al recital. También pensó en pedirle otra vez música lenta, pero no se atrevió. Dudaba si resultaría apropiado. Volvió a enfrascarse en sus pensamientos y a olvidar la música. Intentaba escuchar, pero aguantaba poco. Se distraía.

Llegó una chica. Primero se detuvo a lo lejos. Se fue acercando poco a poco. Él casi no fue consciente de estos actos. Luchaba por escuchar esa canción en allegro y la fue sintiendo llegar. Poco a poco, la silueta estaba cada vez más cerca. ¿Sería linda? ¿Sería una antigua conocida? ¿Un amor de esos que duran dos minutos en el metro? Pero terminó la canción y hubo un silencio entre el ruido de los caminantes. La nueva en el reparto sintió que debía actuar y fue muy amable. Le echó unas monedas y, con una amplia sonrisa, le aplaudió con las manos muy juntas, casi sin emitir sonido. Ella le miró a los ojos. Él sonrió, así la veía hermosa, tímida pero radiante. Luego ella se fue, quién sabe qué pensó.

El músico paró un momento. Con un pañuelo de tela azul se sonó. Se dedicó un rato para acomodarse y él, con un impulso extraño para sí pero positivo-por-qué-no, decidió que era el momento de darle el billete. Y de pedirle una canción. Cualquier canción pero más lenta, tal vez una canción triste. Y se acercó.

-¿Podría tocar alguna más -dudó- como las del principio? Como cuando llegué - dice nervioso-. Bueno, no se acuerda. Es igual, una más lenta, como las de antes. -añadirá-Si le apetece.

-Muchas gracias.

El acento era extranjero, probablemente de Europa del este. Pero de dónde. Sus gracias fueron sinceras, profundas. Parecía apreciar que alguien escuchara su concierto. Y que le pidieran una canción triste.

Empezó a tocar. Sin duda había comprendido a qué se refería. Notas largas y pausadas, nostalgia colgada en el aire nocturno. Él deseaba que ahora se parara un transeúnte, una pareja de novios, unos amigos bebidos. Ahora y no antes, cuando aquellas canciones para ejercitar los dedos. Ahora el músico tocaba para sí, podía oírse.

Paró de súbito. Concluyó la canción de modo brusco. Qué final más raro. Discreto, el hombre gastado sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó un ojo, secando, quién sabe, una lágrima. Él se conmovió. Imaginó una vida áspera y llena de dificultades. Añoranza de un amor, de una tierra u otra vida, añoranza, mucha nostalgia y dolor. El músico se recompuso y comenzó a tocar. La misma. No, otra. También triste. Incluso más hermosa. Pero menos dolorosa para el actor.

Él estaba contento. Melancólico, pero contento. Se alegró de haberse extraviado en el metro, de haber tenido la pizca de valor para detenerse a escuchar en medio de esa calle transitada. De haberle dicho bravo sin pensar. Y de haber disfrutado.

Entonces giro el cuerpo al sentir una figura a su lado.

Era Julieta.

Julieta, a la que apenas recordaba con su forma real. A la que había construido a base de recuerdos.

Julieta.

Su cara era la cara que esperaba ver en algunas mujeres que están de espaldas al volverse. La cara que a veces veía al follar con otras.

Julieta.

Su contorno era el contorno que abrazaba en esa recurrente visión en la que introducía el rostro en su melena y respiraba.

Su nombre.

Su nombre era constante en su cabeza.

-Hola. Te vi al pasar -indica con la cabeza el lugar por donde viene- ¿escuchando el concierto?-con sonrisa y ojos alegres.

-Hola Julieta. Sí. -se detiene un momento- No sabes cuánto me alegro de verte.





                               -FIN-

3 comentarios:

  1. Muito bom, menino!! Adorei!!!"¿Un amor de esos que duran dos minutos en el metro? Pero terminó la canción y hubo un silencio entre el ruido de los caminantes." Demais isso!!! Parece que você anda cada vez mais se aprofundando na sua veia poética. Renata

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  2. Me has hecho llorar!!!
    GRACIAS, LO NECESITABA.
    Me has hecho ver...que soy una idiota al pretender escribir, al lado de vos soy algo ínfimo, he descubierto que mi placer radica en en leer las letras de quien sabe narrarlas de verdad.
    GRACIAS PEQUEÑU

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  3. Al leer la historia siento que la he vivido. Mejor dicho que la has vivido tú. Parece autobiográfica, quizás por su realismo emocional. Muy bien contada.
    Por cierto, enhorabuena por este proyecto, es una maravilla seguirlo.

    Besos,

    Isabel

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