martes, 17 de septiembre de 2013

Manos


Le gustaba dibujar manos, generalmente en posturas y escorzos. Decía que lo más expresivo de un cuerpo eran sus manos, acaso superado por los ojos. Los ojos y sus elementos que lo orbitan, a ver, que un iris sin pupila, sin pestañas, no es más que un mundo fractal -líneas como palabras en el rumor de un río. Y nada menos.

A veces las manos las dibujaba con guantes, o agarrando algo, o posando en el aire; con profusos detalles o ninguno.

La mano cuenta la historia de su dueño. El desgaste, el cuidado, estrés en las uñas, señales de viejas heridas. El callo de escribir o el callo de tocar la guitarra. Líneas, vello, venas. Hasta las muñecas pueden decir chismes con sus relojes y pulseras. O con las cicatrices del suicidio. Como las suyas, perpendiculares, fallidas, claro, si no, no habría más historia.

Recordaba al psiquiatra de la institución, con sus aires de hombre que merece respeto, tras esa dichosa prueba proyectiva. ¿Roschard se llamaba? No, no era esa, pero se parecía.

Le pidieron dibujar a una persona y de ahí interpretaron características y patologías varias. Su fijación con las manos indicaba, a todas luces, una manía masturbatoria, lo que implicó, todo fuera por su bien, unos humillantes guantes que le impedían asir nada.

No podía agarrar su miembro, pero tampoco el lápiz, así que, al sentirse inútil intentándolo con los dientes, dejó de dibujar.

Todos los dibujos, que antes bosquejaba en cualquier material disponible se atascaron dentro, dentro de la cabeza, justo detrás del ojo.

Aprendió a ver el dibujo antes de dibujarlo y rellenaba las paredes a vistazos con ingentes bocetos y pinturas. Llegó a un lugar en el que ya no sólo dibujaba con la imaginación sino que la escuchaba y la sentía y hablaba con ella largas horas.

Debido a los cambios de conducta -se volvió introvertido en su totalidad- y a lo prolongado de la terapia, el psiquiatra optó por suprimir los guantes antimasturbatorios esperando una eclosión de actividad, una redirección de los estímulos hacia afuera.

Pero la terapia no había pasado silbando, sino que había horadado el camino, dejando una visible señal.

Otra vez sin guantes quiso coger el lápiz para dibujar. Ya no sólo pensaba en manos, sino en todos los objetos que pululan por esa zona de detrás del ojo.

Pero, otra vez el pero, sus hábiles manos no eran capaces de recrear apenas lo que veía en su cabeza. Se miraba a los dedos como sintiéndolos extraños, extranjeros, puros desconocidos.

Entonces su imaginación se desdobló y le miró desde fuera, con ojos de cordero, sintiendo infinita lástima de sí.

Pudo quitar el tornillo de un sacapuntas. Quitó después la hoja oscurecida por el hollín. Trazó sendos tajos, dos surcos verticales a lo largo de cada antebrazo. Y de allí brotó la sangre. Líquida y en partes viscosa, fluía, como la vida que da. Huía, como la vida que quitaba.

Se apoyó en una ventana que daba al patio, encarándolo, mientras los ojos de verdad se iban apagando al poco. Un hilo de rojo bermejo recorrió el marco de la ventana y cayó, goteando, en la tierra de la parte exterior.

Allí murió, con sus heridas rotas, con su mente anclada en la imaginación y su sangre en el gres y su sangre en la tierra, gritando sincera por su libertad.


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